19.9.09

Vecinos. Crónica de la idiotez.

Cuando vi ese proyecto de aberración canina pasar rozando mis piernas, supe que el personaje de su dueño andaba cerca. Y para mi desgracia, no me equivoqué. Siempre vestido igual: el pilotín café con leche, mocasines marrones, pantalón de vestir verde musgo y una camisa amarilla con pequeños lunares marrones. Cada vez que lo veía vestido así me lo imaginaba frente a su armario, absorto, durante minutos interminables tratando de elegir qué ponerse, pero todo, todo lo que colgaba de una percha eran pantalones verdes, pilotines café con leche y camisas con lunares. Una desafortunada e insolente manera de desdeñar el buen gusto. La gente casi ni lo saludaba. Muchos se hacían los distraídos, y en el apuro por cruzar hacia la vereda de enfrente, otros tantos fueron a parar al hospital por no ver el auto que se les venía encima. Pero a pesar de tanto mal trago, otros (igual ni los conocía), pasaron directamente a la morgue judicial sin escala en sanatorio alguno. No es por nada, pero se le iba un poco la mano con la amabilidad al punto… no sé… al punto caramelo, ¡eso! Pegajoso, pesado, extremadamente dulce. Un asco de persona. El vecindario, con el paso del tiempo, parecía un vivero lleno de flores donde todas las abejas querían parar. Pero me quedo corto porque eran más pesados que un abejorro. Ah, sí, perdón. Es que el barrio se llenó de idiotas, de sádicos de la moda y gentes cuyo destino más prometedor era morir en soledad con su idiotez. Aunque contra todos los pronósticos, la tendencia iba en baja porque todos estaban dejando este mundo acompañados… por el chofer de camión o colectivo que los atropellaba por seguir el vuelo de una mariposa. En definitiva, la muerte por accidente de tránsito ya no era una exclusividad de aquellos que se sentían espantados al ver aproximarse a algunos de estos subnormales. Es que a la calle de mi barrio la empezaron a llamar, atropellos mediante, “la calle de los sesos”; los perros disfrutaban mucho, sobretodo cuando sucedía de noche y la ambulancia tardaba más de lo debido. Igual, desde hace un tiempo a esta parte, la balanza se equilibró y ya no muere gente, solo estos… ¿idiotas? Vi los lunares marrones acercarse una vez más y esbocé una sonrisa, imagino, terriblemente asquerosa. – Hola, señor Iturri – me saludó con una amable sonrisa que dejaba en claro que su almuerzo se había compuesto de ensalada o alguna variedad de verdura. – ¿Qué tal, caballero? – devolví el saludo con desdén mientras mi mano diestra levantaba apenas mi bombín al tono. Me había saludado. Fui un imbécil por no cruzar la calle a tiempo y él, otro imbécil, por tener esa cara de imbécil. Y lo vi hacer una ademán. Lo sabía, lo sabía. Buscaba charla. Entonces decidí cruzar hacia la otra vereda, giré apenas la cabeza y escuché detrás de mí esa voz de flautín, y un escalofrío bajó mi espina dorsal como en un tobogán. –He sacado a Tobi a que tome el sol– me dijo mientras miraba al… al can como si se tratara de un familiar querido, un hijo. Comencé a pensar en un futuro no muy futuro. Qué podía ser de mí si me quedaba a escuchar y apuré el paso. Pensaba en mi pobre cabeza recibiendo descargas de imbecilidad suprema y apuré más el paso. Una vez más, y en el medio de calle, escuché ese pito que tenía por voz. –¡Cuidado, señor Iturri! ¡Cuidado! – el idiota reaccionó, tarde, por idiota; y yo, es verdad, no vi venir el camión.

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