26.9.07

Delicias de la vida conyugal

Cuando alguien hablaba de comer el postre mi boca se llenaba de saliva como si no hubiese probado bocado en semanas. No era para menos si el postre que mi mente reflejaba no era otro que la Isla Flotante que hacía mi mujer. Kilos (tal vez litros, no lo sé con exactitud) de huevos batidos hasta el cansancio para lograr esa consistencia suave que se deslizaba por mi garganta acompañada por una catarata de baba tibia. Claro está, eso sucedía en tanto el sambayón caliente no fuera esparcido sobre mi porción. Me había quedado en el momento en el que la sustancia amarillenta llamada sambayón se derretía amorfa sobre mi ración de postre. En definitiva, no me importaba nada, al menos, en ese momento sublime. No sé qué es lo que hace a esta delicia tan especial. Mi mujer, Dora, es bastante ducha con los quehaceres culinarios. No recuerdo haber repetido el mismo plato en una semana entera. Los postres, tampoco. Mi vida era vivida opíparamente y no me podía quejar. Nada superaba a la isla flotante de Dora y el barrio entero esperaba algún acontecimiento social para que mi mujer llevara ese orgásmico, suave y apetitoso coloso de huevos. Quizás lo que más me llamaba la atención era que mi mujer batía como una endemoniada los huevos en aquel viejo bowl metálico. Ante la negativa rotunda y enérgica a mi ofrecimiento de comprarle una batidora eléctrica, solo me restaba sentarme en el sillón frente a la cocina y ver cómo su humanidad se meneaba de un lado a otro de una forma que pocos calificarían de sensual. Pero este es un tema que excede la comida y que yo considero "otro tipo de postre". Pasó que una mañana estaba en el taller contiguo a la casa haciendo mis cositas, algún caladito en madera, el arreglo de algún pequeño mueble injuriado por el tiempo, nada importante. La vieja radio que mi padre me regalara cuando cumplí la mayoría de edad, acompañaba esos escapes de laboriosa carpintería. Ya estaba vieja, y hablo de la radio, porque en muchas ocasiones se perdía la señal. No la quería abrir para revisarla más por miedo a romperla que por vagancia. Y fue esa misma mañana que escuchando las noticias algo que el locutor comentaba con ahínco me sobresaltó. Yo estaba seguro de lo que había oído, era algo como... "zzfzfffzz y no lo van a poder creer pero es impresionante el tamaño de la isla flotante qurzzffzfffffffffzzzz ciudad y fzfzzzzz la más grande jamás vista en años en todo el globo". Se me llenó de saliva la boca. Levanté la vista hacia la ventanita sobre la mesa de trabajo que se comunicaba visualmente con la cocina de mi casa. Miré a Dora y me pregunté qué iba a ser de ella si alguien le ganaba en fama, si algún demente hubiera encontrado la forma de pasar como un torbellino sobre el trabajo de años de esta pobre mujer. Reaccioné y salí despedido por la puerta desvencijada de madera, que no era vaivén, pero que había logrado serlo aunque la física y las visagras dijeran lo contrario. Eran pocos metros hasta la entrada de la casa y mi lengua ya estaba, quizás más por nervios que por agotamiento, ventilando su áspera superficie. El objetivo era el diario que descansaba, a punto de morir sofocado, debajo de la puerta mitad adentro de la casa y mitad afuera. Como un héroe a punto de realizar la última proeza (imagínenlo en cámara lenta y música de cámara), levanté el diario de un manotazo. Lo abrí desesperado y vi algo en la primera plana del diario que no podía creer. El titular, desde el encabezado mismo, como para que todo el mundo lo viera y vociferara al respecto, anunciaba algo sobre la isla flotante más grande del mundo. Pero más grande no significa más sabrosa. Pensé en Dora, ella no se merecía tremebundo disgusto y acto seguido el diario encontró su última morada en el fondo del oxidado tacho de basura de la entrada. Metí medio cuerpo adentro porque la perra suerte quiso que el frente del diario, el titular mismo, más grande que nunca, quedara bien visible para cualquiera que levantara la tapa. Dora no lo merecía. Por primera vez en mi vida de casado recordar la isla flotante no me produjo exceso de saliva sino más bien sequedad bucal. Intenté reincorporarme cuando sentí el aire agitado. El tacho de basura se empeñaba en no dejarme salir y cualquier movimiento en falso delataría mi presencia. El sol se hizo extrañar al esconderse de repente. Pensé en una tormenta veraniega, rápida, violenta y pasajera. Comencé a sentir que pequeños objetos golpeban cual caricia mi espalda. Lluvia. Ya estaba oscuro cuando levanté la cabeza para observar el cielo antes del diluvio. Con los ojos entrecerrados para que las gotas no hicieran centro, me di cuenta que no se trataba de una tormenta estival. Ese pequeño gran terruño arrancado de su lugar de origen se eleveba varios metros sobre la superficie y era, al menos, imponente. Parecía que una ciudad entera podía caber en esa roca flotante. Y ahí mismo me di cuenta de todo. Los ojos se me abrieron por la sorpresa que me producía la vista. Era un espectáculo increíble, algo novedoso pero totalmente sacado de un cuento o algo así. Luego de unos minutos preso de la fascinación mi mente, más rápida y sin respuesta alguna por parte de alguna de mis partes, terminó por entender que aquello que estaba sucediendo era realmente fantástico, algo de lo que todo el pueblo iba a hablar. Mi boca, con mueca tardía, esbozó una sonrisa que se estiró hasta que el aire fue a dar de lleno en mis dientes y encías. Aquello era sorprendente, no había palabras para describirlo: la isla flotante de Dora seguía siendo el mejor del mundo. Di vuelta sobre un solo pie y volví al taller. La radio había quedado encendida pero todo en su mundo era una interferencia. La apagué. La mueca de mi cara seguía siendo una amplia sonrisa llena de baba.

1 comentario:

Pablo García dijo...

muy bueno, che. Una verdadera delicia!
Abrazo