31.7.07

El tren

El servicio nocturno del vagón en el que estábamos tenía incluida la cena, y como en los aviones, la azafata y un ayudante comenzaron a repartir las bandejas con sus respectivas viandas. Una entrada, luego un plato caliente y más tarde un postre envasado y café o té. Era un tren, tenía hambre y no esperaba ciervo al vino tinto. Decidí dejar el libro que estaba leyendo y sostener la bandeja plástica con la vianda. Contemplé el paisaje de reojo. La última vez que había levantado la vista el verde era el color predominante, ahora, en medio de no sé dónde y con la luz del sol bajando, todo era color amarillento, seco, muerto. Intenté durante todo el viaje aislarme en la lectura para no escuchar ni sentir los movimientos eclécticos de esa criatura de unos ocho años. Nunca entendí por qué los padres nunca prestaban atención a sus hijos y los dejaban berrear y molestar a antojo. Quizás por esa débil seguridad que daba ir en un tren andando a más de setenta kilómetros por hora. Pero tampoco entendía qué les hacía pensar que eran inmunes a un pasajero molesto. Podía estirar mi pierna, casi sin quererlo, cuando el nenito corriera por enésima vez de una punta a la otra del vagón; sería un accidente terrible perder los dientitos al chocar con el piso. ¿Y por qué no tirarlo por la ventana? Por más que gritara la madre y todas sus gordas parientas, el niño estaría dando vueltas entre el trigal seco en un instante... o tal vez un empujón desafortunado lo mandara debajo del tren. Qué desgracia. Sí, qué desgracia la mía. El chico jadeó un poco, tosió repetidas veces y se secó la frente con la manga de ese saquito azul oscuro. Cuando era chico odiaba que mi madre me vistiera así, y después de muchos años, me di cuenta que todavía existían ese tipo de madres. Tiró su osamenta regordeta sobre el asiento, me miró y luego desvió su atención hacia la ventana. Sonrió nerviosamente y levantó su brazo, lentamente su dedo índice marcaba algo a lo lejos. No era buena la
visibilidad, pero lo único que sí era claro era el violento y certero ataque de la hoz contra el trigo. Era extraño, la hoz siempre caía sobre el mismo lugar, y ya era tarde para la sesga. El niño se tapó la boca y se tragó el grito. Volteé hacia la ventana y no puedo decir que lo que vi no me impresionó tanto como a él. El granjero había dejado de hachar y ahora levantaba algo pequeño del suelo El niño me miró porque era el único del vagón que había mirado también. Buscaba alguna respuesta o una palabra mentirosa, de esas que los padres dicen, a veces, piadosos del miedo de sus hijos. Solo levanté a vista y lo miré fijo, sin nada que ofrecerle. El niño hundió su cabeza en los enormes pechos de su madre y cerró los ojos con fuerza. Traté de mantener mi vista sobre la bandeja de comida, al menos, hasta alejarnos un poco de aquel lugar.

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